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S E C C I O N E S

El plan de Dios sobre el matrimonio y la familia


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27/05/2014

1. El matrimonio y la familia en el plan de Dios

El matrimonio, un proyecto de Dios

“Al principio… los creó hombre y mujer” (Mt 19,4). De este modo Jesucristo presenta a sus interlocutores la existencia de un plan que sólo puede ser plenamente conocido y desarrollado por los creyentes y que concierne al matrimonio y a la familia. Jesucristo, al hacer referencia a la creación, manifiesta la unidad del designio de Dios sobre el hombre y se introduce en el modo humano de comprenderse a sí mismo y de construir la propia vida . Con esta respuesta evangélica, la Iglesia sale al paso de las interpretaciones torcidas que de esta realidad han realizado algunas corrientes de pensamiento basadas solamente en los datos sociológicos y psicológicos.

De este modo se establece una relación intrínseca e inseparable entre la Revelación divina y la experiencia humana, que van a ser los dos ejes imprescindibles para el conocimiento completo de la realidad del hombre y el sentido de la misma. El culmen de esta conjunción se realiza en Cristo. En el encuentro con Él entramos en la comunión con Dios Padre que, por su Espíritu Santo, nos capacita para descubrir y realizar “el beneplácito de su voluntad” (Ef 1,5).

El matrimonio, unión de hombre y mujer, fundamento de la familia

“Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Gén 2,24). Con estas palabras se nos manifiesta una gran verdad: el matrimonio es el fundamento de la familia. La realidad del mutuo don de sí de los esposos es el único fundamento verdaderamente humano de una familia. Se ve así la diferencia específica con cualquier otro pretendido “modelo de familia” que excluya de raíz el matrimonio. De igual modo, el matrimonio que no se orienta a la familia, conduce a la negación propia del don de sí y a la negación de su propia misión recibida de Dios, para sustituirla con un equivocado plan humano.

 

El matrimonio, en la historia de la salvación

El anuncio del “evangelio de la familia” no se puede desvincular del anuncio del
“evangelio del matrimonio”, que es su origen y su fuente . Para penetrar en la verdad y bien últimos del matrimonio es necesario partir siempre de la consideración del mismo en la historia de la salvación. El conocimiento de esta profunda verdad del matrimonio se ofrece al hombre por medio de su propia historia, vivida como una “vocación al amor”.

2. La vocación al amor

Inscrita en el cuerpo y en todo el ser del hombre y la mujer

La “antropología adecuada” de la que partimos tiene como afirmación primera el que la persona sólo se puede conocer, de modo adecuado a su dignidad, cuando es amada. “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” .
El plan de Dios que revela al hombre la plenitud de su vocación se ha de comprender entonces como una verdadera “vocación al amor”. Es una vocación originaria, anterior a cualquier elección humana, que está inscrita en su propio ser, incluso en su propio cuerpo. Así nos lo ha revelado Dios cuando dice: “a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó” (Gén 1,27). En la diferencia sexual está inscrita una específica llamada al amor que pertenece a la imagen de Dios . Se trata, por consiguiente, de una llamada a la libertad del hombre por la que éste descubre, como fin de su vida, la construcción de una auténtica comunión de personas. De este modo y con estos pasos, la vocación originaria al amor va a permitir la construcción de la vida del hombre en toda su plenitud. El mensaje y la palabra de Dios se insertan en lo más íntimo del corazón del hombre y lo iluminan desde dentro. Es ésta una característica esencial que debe guiar siempre el anuncio del plan de Dios en la Pastoral de la Iglesia.

Llamados al amor

Vocación fundamental e innata de todo ser humano

Como imagen de Dios, que es Amor (cfr. 1 Jn 4,8), la vocación al amor es constitutiva del ser humano. “Dios (...) llamándolo a la existencia por amor, le ha llamado también al mismo tiempo al amor (...). El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano” . La persona llega a la perfección, a que ha sido destinada “desde toda la eternidad”, en la medida en que ama. Cuando descubre que ha sido llamado por Dios al amor y hace de su vida una respuesta a ese fin.

Incluye la tarea de la integración corpóreo-espiritual

Ese hombre, creado a imagen de Dios, es todo hombre (todos y cada uno de los seres humanos) y todo el hombre (el ser humano en su totalidad unificada). El hombre es llamado al amor en su unidad integral de un ser corpóreo-espiritual . Nunca puede separarse la vocación al amor de la realidad corporal del hombre. Los espiritualismos, a lo largo de la historia, han sido destructivos y anticristianos. Igualmente se supera todo materialismo: la sexualidad es un “modo de ser” personal, nunca puede reducirse a la mera genitalidad o al instinto; afecta al núcleo de la persona en cuanto tal; está orientada a expresar y realizar la vocación del hombre y de la mujer al amor . Se trata de una realidad que debe ser asumida e integrada progresivamente en la personalidad por medio de la libertad del hombre. Se da así una íntima relación de carácter moral entre la sexualidad, la afectividad y la construcción en el amor de una comunión de personas abierta a la vida. Ese es el sentido profundo de la sexualidad humana, incluido en la imagen divina.

La diferencia sexual, ordenada a la comunión de personas

La diferenciación del ser humano en hombre y mujer, es decir, la diferenciación sexual, está orientada a la construcción de una comunión de personas (cfr. Gén 1,27). Ni el hombre ni la mujer pueden llegar al pleno desarrollo de su personalidad al margen o fuera de su condición masculina o femenina. Por otro lado, esencial a esa condición es la orientación a la ayuda y complementariedad: el ser humano no ha sido creado para vivir en soledad (cfr. Gén 2,18), sólo se realiza plenamente existiendo con alguien o, más exactamente, para alguien . La sexualidad tiene un significado axiológico, está ordenada al amor y la comunión interpersonal.


Sólo la redención capacita para vivir el plan de Dios

Por el pecado, la imagen de Dios que se manifiesta en el amor humano se ha oscurecido; al hombre caído le cuesta comprender y secundar el designio de Dios. La comunión entre las personas se experimenta como algo frágil, sometido a las tentaciones de la concupiscencia y del dominio (cfr. Gén 3,16). Acecha constantemente la tentación del egoísmo en cualquiera de sus formas, hasta el punto de que “sin la ayuda de Dios el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó ‘al comienzo’” .
La Redención de Cristo devuelve al corazón del hombre la verdad original del plan de Dios y lo hace capaz de realizarla en medio de las oscuridades y obstáculos de la vida. Ese hombre llamado a la comunión con Dios, pecador y redimido, es el hombre al que la Iglesia se dirige en su misión y al cual debe devolver la esperanza de poder cumplir la plenitud de lo que anhela su corazón. “¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que Él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia” .

Necesidad de la Comunidad eclesial para vivir la vocación al amor

En el marco de ese plan de salvación, en el que la iniciativa es siempre divina, la integración de la sexualidad, la afectividad y el amor en una historia unitaria y vocacional es una lenta tarea en la que el fiel, movido por la gracia, debe contar con la ayuda de la comunidad eclesial. La Pastoral familiar debe saber introducirse en los “procesos de vida” en los que cada hombre y cada mujer van configurando su propia vocación al amor, para iluminarlos desde la fe y confortarlos con la caridad fraterna.

Amor esponsal

Libertad del don de sí

Esta vocación al amor que implica a toda la persona en la construcción de su historia, tiene como fin el don sincero de sí por el que el hombre encuentra su propia identidad . Se trata de la libre entrega a otra persona para formar con ella una auténtica comunión de personas. Entregar la propia vida a otra persona es expresión máxima de libertad.

Rasgos esenciales del amor esponsal

Realizar esta entrega de modo humano exige una madurez de la libertad que permite al hombre no sólo dar cosas, sino darse a sí mismo en totalidad. El fundamento de esta entrega es un amor peculiar que se denomina esponsal .
El amor esponsal es a la vez corpóreo y espiritual. En cuanto amor personal, exige la fidelidad al compromiso y la verdad en su realización; como fundamento de una comunión, requiere la reciprocidad que será el camino específico de su crecimiento y corroboración. Por la totalidad de la entrega que exige va a incluir la corporalidad, que comprende en sí la afectividad y hace de este amor de entrega un amor exclusivo. En esa entrega está inscrita, por la fuerza de la naturaleza del amor, una promesa de fecundidad que revela la generosidad desbordante del amor creador divino del cual el hombre participa por su propia entrega.

Aprender a amar en plenitud

Estas características del amor esponsal revelan su valor único en la vida del hombre y tienen un significado del todo central para la vocación al amor. Por eso, el amor esponsal va a ser el fin de todo el proceso de crecimiento y maduración que el hombre ha de realizar como preparación a la totalidad de la entrega.

La fuente: el amor esponsal de Cristo y la Iglesia

El cristiano encuentra la última verdad de este amor en Jesucristo crucificado que entrega su cuerpo por amor de su Iglesia. Es la revelación del amor del Esposo -Cristo- que “amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla” (Ef 5,25). Todo amor humano va a ser referido a este “gran misterio” de la entrega de Cristo por la Iglesia, en el que se realiza y transmite la salvación a los hombres. Esta realidad de amor implica de tal modo a la Iglesia que ésta sólo puede realizar su propia misión si la entiende como la respuesta fiel al amor de su Esposo. La pastoral de la Iglesia nace así de un amor esponsal que debe ser, en consecuencia, un amor materno y fecundo. Así, la Pastoral familiar ayudará a mostrar el rostro esponsal y materno de la Iglesia.

Sólo se comprende en su totalidad cuando se vive

La entrega de sí es una realidad existencial, y sólo se comprende en su totalidad cuando se vive. No basta, pues, un simple conocimiento abstracto de sus notas; ha de hacerse vida. Una auténtica pastoral matrimonial no puede contentarse con una información de las características del amor conyugal, debe saber acompañar a los novios en un proceso formación hasta la madurez que los haga capaces del “don sincero de sí”.

El matrimonio, modo específico de realizar la entrega de sí que exige la vocación esponsal

Un modo particular y específico de realizar la entrega de sí que exige el amor esponsal, es el matrimonio. Con la promesa de un amor fiel hasta la muerte y la entrega conyugal de sus propios cuerpos, los esposos vienen a constituir esa “unidad de dos” por la que se hacen “una sola carne” (cfr. Gén 2,24; Mt 19,5). Por eso se puede decir en verdad que “el matrimonio es la dimensión primera y, en cierto sentido fundamental, de esta llamada” del hombre y la mujer a vivir en comunión de amor . A esta comunión y como expresión de la verdad más profunda de ser “una carne”, está unida desde “el principio” la bendición divina de la fecundidad (cfr. Gén 1,28).
Se perciben así las características propias de la vocación al amor que el hombre va descubriendo en su propia vida, mediante el amor humano, en referencia a la sexualidad como medio específico de comunicación entre un hombre y una mujer. Dios se sirve así de las realidades más humanas para mostrar y realizar su plan de salvación.

Comunión exclusiva e indisoluble

Por otro lado, la “unidad de dos”, por la que el hombre y la mujer vienen a ser “una sola carne” en el matrimonio, es de tal naturaleza y tiene tales propiedades que sólo puede darse entre un solo hombre y una sola mujer. El amor conyugal ha de ser signo y realización de toda la verdad contenida en la vocación al amor que ha guiado todo el proceso de descubrimiento del plan de Dios. La fidelidad personal que se sigue a una entrega conyugal, exige que sea para siempre. La interpretación que hace el Señor sobre el matrimonio “en el principio”, habla inequívocamente de la exclusividad y perpetuidad de la unión conyugal: “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” (cfr. Mt 19,3-12).

El modo verdaderamente humano de vivir el compromiso conyugal, condición necesaria para que sea sacramento

Cuando el Señor “sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio (...), el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y de la maternidad” . El amor humano, inserto en la Historia de Amor que es el plan de salvación de Dios, es testimonio de un amor más grande que el hombre mismo, es imagen real del amor de Cristo por la Iglesia. El “modo verdaderamente humano” de vivir el compromiso y la relación conyugal es condición necesaria para que sea sacramento, es decir, realidad sagrada, signo eficaz del amor de Cristo por la Iglesia.

Vocación a la santidad conyugal, por la participación en el mismo amor de Dios

Entonces la donación de Cristo a su Iglesia “hasta el extremo” (cfr. Jn 13,1) debe configurar siempre las expresiones del amor conyugal. El amor de los esposos es un don, una participación del mismo amor creador y redentor de Dios. Ésa es la razón de que los esposos sean capaces de superar las dificultades que se les puedan presentar, llegando hasta el heroísmo, si fuera necesario. Ése es también el motivo de que puedan y deban crecer más en su amor: siempre les es posible avanzar más, también en este aspecto, en la identificación con el Señor. Y la expresión plena de ese amor de Cristo se encuentra en las palabras de San Pablo: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5,25). El camino de santidad que se abre al hombre por medio del amor esponsal, se vive dentro de la comunión de la Iglesia.

El matrimonio y la virginidad o celibato, vocaciones recíprocas y complementarias

Dos vocaciones al amor esponsal

El misterio de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia es, en su unidad indivisible, el misterio originario de amor esponsal, un amor que es a la vez fecundo y virginal. La Iglesia expresa la riqueza del amor esponsal cristiano en una doble vocación al amor: matrimonio y virginidad o celibato por el Reino de los cielos. Ambas son signo y participación de ese misterio de amor y modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor .
Por ello, “la estima de la virginidad por el Reino y el sentido cristiano del matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente” . El matrimonio necesita de la luz de la virginidad y, a la inversa, ésta de aquél para comprenderse y vivirse adecuadamente. La virginidad o celibato por el reino de los cielos, recuerda que la vida en este mundo no es la definitiva y hace presente a los esposos la necesidad de vivir su matrimonio con un sentido escatológico. A su vez, el matrimonio hace presente que la donación universal, propia de la virginidad, ha de expresarse en manifestaciones concretas, ya que sólo de esa manera puede hacerse real el amor a las personas.

Belleza y santidad de ambas

La excelencia de la virginidad o celibato “por el reino de los cielos” (cfr. 1 Co 7,38; Mt 19,10-12) sobre el matrimonio se debe al vínculo singular que tiene con el Reino de Dios . Expresa mejor el estado definitivo del hombre y de la mujer que tendrá lugar en la resurrección de los muertos cuando, según dice Jesús, “no se casarán los hombres ni las mujeres, sino que serán en el cielo como ángeles” (Mc 12,25; cfr. Lc 20,36; 1 Co 7,31) . Ello, sin embargo, en modo alguno ha de interpretarse como una infravaloración del matrimonio (cfr.1 Co 7,26.29-31). La perfección de la vida cristiana se mide por la caridad o fidelidad a la propia vocación. Todos los cristianos, de cualquier clase y condición, estamos llamados a alcanzar la plenitud de la vida cristiana y llegar a la santidad.

La existencia de una y otra vocación manifiesta la necesidad de vivirlas dentro de la Iglesia; sólo la comunión de ambas vocaciones en la diversidad, manifiesta al mundo la totalidad del amor esponsal de Cristo. El anuncio y el acompañamiento del matrimonio, como una vocación cristiana de santidad, es el eje básico de la pastoral del matrimonio.


El matrimonio, vocación cristiana

El matrimonio, realidad social y eclesial

La llamada al amor que el hombre descubre y que le pide una totalidad en su entrega, supone la asunción de un estado de vida ante la sociedad y la Iglesia. No se ha de entender nunca como una realidad meramente privada que sólo concierna a los esposos; su vida común es el fundamento de una nueva realidad social. En cuanto tal debe ser reconocida dentro de la convivencia social y protegida por las leyes para que se fortalezca y contribuya a la construcción de la misma sociedad y de la Iglesia.

La institución del matrimonio

Fundada por el Creador, con unas finalidades propias que deben ser reconocidas socialmente

“La alianza matrimonial, por la que el hombre y la mujer se unen entre sí para toda la vida” , ha sido fundada por el Creador y provista desde “el principio” de sus finalidades propias que deben ser reconocidas socialmente . El vínculo sagrado que, ciertamente, se establece sobre el consentimiento personal e irrevocable de los cónyuges, no depende del arbitrio humano . El matrimonio es una institución que hunde sus raíces en la humanidad del hombre y de la mujer, en ese misterio de trascendencia de ser creados a imagen del mismo Dios (cfr. Gén, 1,27). Es una realidad buena y hermosa, salida de las manos de Dios (cfr. Gén 1,1-25; 1 Co 7,38).

Razones de la unidad e indisolubilidad

Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutua y libremente, nace, ante la sociedad , un vínculo tan singular y especial que hace que los casados vengan a constituir una “unidad de dos” (Gén, 2, 24) . Hasta el punto que el Señor, refiriéndose a esa unidad, concluye con lógica coherencia, “de manera que ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19,8). “Tanto la misma unión singular del hombre y la mujer como el bien de los hijos exigen y piden la plena fidelidad de los cónyuges y también la unidad indisoluble del vínculo” . Se trata de una unidad tan profunda que abarca la totalidad de sus personas en cuanto sexualmente distintas y complementarias. Es una unidad que, por su propia naturaleza, exige la indisolubilidad. Responde a las exigencias más hondas de la igual dignidad personal de los esposos, a la naturaleza del amor que debe unirlos, al bien de los hijos y de la sociedad .

Defensa y promoción de la estabilidad matrimonial

Nacido de la vocación al amor, el matrimonio es la institución del amor conyugal. La alianza de amor conyugal tiene unas notas esenciales, como la definitividad e incondicionalidad, que transcienden la voluntad de los cónyuges y les han de ayudar superar las crisis y dificultades por las que pase su amor conyugal; no se comprende adecuadamente la verdad del matrimonio como institución si se lo identifica, sin más, con la experiencia psicológica del amor mutuo; remite siempre a un amor anterior a los esposos, del que es manifestación y del que recibe su fuerza. La desaparición del mutuo afecto conyugal no conlleva una disolución del matrimonio. Cuando se dice que el amor conyugal pertenece a la esencia del matrimonio debe entenderse como una exigencia moral de esa original “unidad de dos” que han llegado a ser por el consentimiento matrimonial. Porque se han unido en matrimonio ha surgido entre ellos “una íntima comunidad conyugal de vida y amor” , una comunidad que debe ser de amor, y renovarse y crecer cada vez más con cuidadoso esmero.
De este modo se transparenta, en la vida social, el modo concreto de vivir la vocación al amor y sus características fundamentales. La defensa y la promoción de esta vida fiel de los esposos y de la estabilidad matrimonial son de capital importancia para toda la vida social, y merece un reconocimiento y protección.
Esta realidad de la unión entre un hombre y una mujer, conforme al proyecto del Creador, “es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del Matrimonio” .

La presencia de Cristo: el matrimonio, camino de santidad

Sacramento de la Alianza irrevocable e indisoluble

Cristo el Señor, al hacer nueva la creación y renovarlo todo (cfr. 2 Co 5,7), quiso restituir el Matrimonio a la forma y santidad originales (...), y, además, elevó este indisoluble pacto conyugal a la dignidad de Sacramento, para que significara más claramente y remitiera con más facilidad al modelo de su alianza nupcial con la Iglesia” . La venida de Cristo nos ha revelado la realización plena del plan de Dios y el significado del amor humano. El cristiano, inserto en la vida de Cristo, alcanza un nuevo horizonte de vida. La alianza matrimonial de los esposos queda integrada de tal manera en la alianza entre Dios y los hombres que “su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia” . Los esposos son así expresión de la eterna Alianza de Cristo con la nueva humanidad redimida. Esta alianza indestructible de la que vive la Iglesia es don del Espíritu y los esposos la viven por la indisolubilidad de su vínculo, que manifiesta cómo el don de Dios es completamente irrevocable.

La participación en la Alianza se inicia en el bautismo; el matrimonio, una especificación de la misma

Por el Bautismo los esposos cristianos participan ya en la vida de hijos de Dios; se da en ellos, por voluntad del Padre, una identificación con la vida del “Hijo amado” (Mt 3,17) que los inserta, ya en su inicio, con la alianza de amor definitiva entre Cristo y la Iglesia. Esa participación, sin embargo, tiene una especificidad propia por el sacramento del Matrimonio en cuanto tiene lugar a través del vínculo conyugal. “Así su comunidad conyugal es asumida en la caridad de Cristo y enriquecida con la fuerza de su sacrificio” .

El matrimonio, vocación específica a la santidad

Como bautizados, los esposos cristianos están llamados a la plenitud de la vida cristiana que alcanzan en su identificación con Cristo. La vocación matrimonial es incomprensible sin su radicación en la vocación bautismal que es, por sí misma, una vocación a la santidad. Desde esta perspectiva no hay diversidad, sino radical igualdad de vocación en todos los que han sido llamados a ser hijos de Dios en Cristo por la iniciativa de Dios Padre. Por consiguiente, la esencia de la misión pastoral de la Iglesia, el fin de todas sus acciones, es conducir a los fieles a la perfección en la caridad que es la santidad.
Existen, sin embargo, caminos o modos diversos de seguir esa vocación. El matrimonio es uno de ellos: señala a los casados el modo concreto como deben vivir la vocación cristiana iniciada en el bautismo. El sacramento del matrimonio no da lugar, en los esposos, a una segunda vocación (la matrimonial) que vendría a sumarse a la primera (la bautismal). Pero sí da lugar a un modo específico de ser en la Iglesia y de relacionarse con Cristo, cuyo despliegue existencial es un quehacer vocacional . El existir matrimonial comporta por consiguiente las exigencias de radicalidad, irreversibilidad, etc., propias de la vocación cristiana.


Dóciles a la acción del Espíritu, los esposos, protagonistas de su santificación

Valorar el sentido vocacional del matrimonio supone penetrar en la “novedad” que significa el bautismo, es decir, la irrupción del Espíritu nuevo de la regeneración bautismal en la existencia humana. El verdadero protagonista de este camino de santidad que es el matrimonio para los cónyuges es el Paráclito, el Espíritu de Cristo . Lo específico del sacramento del matrimonio se inserta en la dinámica de la conformación e identificación con Cristo en que se resume la vida cristiana iniciada en el bautismo.
Dóciles a la acción del Espíritu, los propios esposos son intérpretes y autores de su santificación; y toda la acción de la Iglesia, respecto al matrimonio, alcanza su sentido verdadero como colaboración con esta labor de santificación.

La vida del matrimonio en la Iglesia

Los esposos, a través de su amor conyugal descubren su identidad y misión dentro de la Iglesia

“Los esposos cristianos participan [del amor nupcial de Cristo por la Iglesia] en cuanto esposos, los dos, como pareja (...). Y el contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que todos los componentes de la persona -llamada del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y la voluntad-; apunta a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad en la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad” .
La específica vocación de los esposos cristianos a la santidad se realiza por medio de su caridad conyugal. Es a través de ella como descubren su ser y su misión dentro de la Iglesia . Es su misma vida conyugal, vivificada en Cristo, la gran aportación que realizan a la vida de la Iglesia.

El crecimiento en el amor mutuo

Los medios propios de crecimiento en el amor mutuo, como son el diálogo conyugal, la apertura a la vida, la oración en común, la mutua corrección, el discernimiento de la voluntad de Dios en sus propias vidas y en la educación de sus hijos, van a ser ahora el cauce de su participación del amor de Cristo a su Iglesia. Para ello, nunca pueden olvidar que la expresión más alta de la entrega de Cristo es el sacrificio de la Cruz.
En la conciencia de la vocación a la que han sido llamados está la raíz de la serenidad y la esperanza con que los esposos cristianos han de afrontar las dificultades que les puedan sobrevenir. ¡El amor de Cristo que participan es más fuerte que las dificultades! . La conciencia de esa realidad deberá constituir el hilo conductor de la espiritualidad matrimonial. El sacramento del matrimonio es una expresión eficaz del poder salvífico de Dios, capaz de llevarles hasta la realización plena del designio divino sobre sus vidas.

Crecimiento en la fe, la esperanza y la caridad

La misma vida de los esposos está marcada entonces por ese “mutuo sometimiento” que es el propio de la Iglesia a Cristo (cfr. Ef 5,21). Su vida no puede reducirse a un proyecto privado; el fortalecimiento y crecimiento de su comunión de vida está ligado al crecimiento en fe, esperanza y caridad que conforma la vida de la Iglesia . Es un modo específico de vivir la realidad de la comunión de los santos por la que “todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren según la operación de cada miembro, va obrando mesuradamente su crecimiento en orden a su conformación en la caridad” (Ef 4,16).

Vitalidad de los matrimonios cristianos para la vitalidad de la Iglesia

Por todo ello, la vitalidad de la misma Iglesia está en gran medida vinculada a la vida auténticamente cristiana de los matrimonios. De ningún modo se les puede considerar una parte poco significativa de la vida eclesial. El matrimonio como vocación eclesial es todavía una realidad no suficientemente valorada en nuestras comunidades y no pasa muchas veces de ser una afirmación nominal. La pastoral familiar debe comenzar por la revitalización de esta conciencia eclesial de los matrimonios cristianos, para que sean, no sólo miembros activos de propio derecho dentro de la Iglesia, sino también con una misión específica de la que son los responsables y para la que han de contar con la ayuda y los medios necesarios para llevarla a plenitud.

El matrimonio y la vida sacramental

La gracia del sacramento se prolonga toda su vida

Como sacramento, el matrimonio, que da razón del “lugar” que corresponde a los casados en el Pueblo de Dios , es fuente permanente de la gracia. Hace que los esposos puedan llevar a su plenitud existencial la vocación a la santidad que han recibido en el bautismo. La gracia sacramental posibilita a los esposos recorrer el camino de la mutua santificación y les capacita para realizar con perfección sus obligaciones como matrimonio y como padres. La alianza matrimonial, en virtud de la relación y pertenencia recíproca que ha surgido entre ellos, los vincula en unidad y los hace “imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico del Señor Jesús” . Así como la Iglesia sólo es ella si está unida a Cristo, su Cabeza, así los esposos sólo viven su condición de tales si están unidos el uno al otro.

Santificación recíproca de los esposos

Las realidades que configuran su relación y su vida, como la convivencia familiar, la vida conyugal, el trabajo en relación a la familia, son entonces los cauces propios del vivir el sacramento del matrimonio como expresión real del amor de Cristo que se hace efectivo en su vida. Se concluye, pues, que en la tarea de la propia y personal respuesta a la vocación, los casados han de tener presente siempre su condición de esposos, es decir, al otro cónyuge y a la familia. La fidelidad a la propia vocación, como vía a la santidad, lleva consigo el ser instrumento y mediación para la santificación del otro cónyuge y de la familia entera.

Confirmación y matrimonio

Esta realidad dinámica del sacramento del matrimonio se relaciona intrínsecamente con toda la vida sacramental de los esposos. Es, como ya hemos dicho, una concreción de la radical vocación bautismal que les configura con la vida de Cristo y que vivifica internamente su entrega esponsal. Especifica la vocación apostólica propia de la Confirmación que los inserta a la misión de la Iglesia y al impulso del Espíritu. El primer efecto del Espíritu se da en el fortalecimiento de su caridad conyugal que les permite su vida en comunión en el amor de Cristo. Es también éste su primer testimonio como cristianos y la fuente de una gran fecundidad apostólica.


Eucaristía y matrimonio

La esponsalidad del amor de Cristo es máxima en el momento en que, por su entrega corporal de la Cruz, hace a su Iglesia cuerpo suyo, de modo que son “una sola carne”. Este misterio esponsal se renueva en la Eucaristía. En el “don” eucarístico, que es fundamento de la “comunión” eclesial, los esposos descubren y hacen suyo el amor esponsal de Cristo. La participación en la celebración eucarística es la mejor escuela y alimento de amor conyugal y el culmen de toda comunión familiar.
La conciencia de esta realidad ha de llevar a la participación en la Eucaristía dominical, centro de la semana familiar. También se anima a la participación diaria -si es posible- en la Eucaristía. Y, como consecuencia, a convertir toda la jornada y toda la vida familiar en prolongación y preparación de la ofrenda de Cristo al Padre en el Espíritu. La Eucaristía es así el fin de toda acción de la Iglesia, a la que debe tender toda pastoral, que no puede ser sino la participación más plena en ese misterio y el despliegue del mismo en la vida.

Reconciliación y matrimonio

También el sacramento de la Reconciliación ha de ocupar un lugar importante en la vida de los esposos cristianos como respuesta a la vocación matrimonial. En el perdón se manifiesta la dimensión más profunda del amor que responde al mal venciéndolo con la fuerza del bien (cfr. Rom 12,21). En un ámbito íntimo las ofensas son especialmente dolorosas y es difícil la reconciliación: el pecado, muchas veces cometido contra el cónyuge, daña la comunión familiar. Sólo un amor que perdona es signo de ese “amor que no pasa nunca” (1 Cor 13,8) y que permite siempre volver a empezar.
El perdón sacramental es así imprescindible en la vida conyugal para encontrar la fuente escondida del Amor misericordioso que sostiene la débil voluntad de los esposos. Desde la recepción del perdón divino con “su momento sacramental específico” , el hombre se capacita para “perdonar a los que nos ofenden” (Mt 6,12) y ser constructor de una nueva comunión: la de los hombres reconciliados. Este perdón deberá ser ofrecido a los hijos como un momento específico de su educación en el amor de Dios. Deberá valorarse adecuadamente la práctica del sacramento de la Reconciliación en la pastoral familiar.

Fecundidad del amor conyugal

Podemos ver entonces, desde la verdad más profunda del amor conyugal como camino de santidad, la fecundidad tan grande que encierra. Los esposos, al realizar existencialmente el proyecto de Dios sobre sus vidas, se abren a un plan más grande que su propia unión: la familia. La comunión conyugal está ordenada por medio de la procreación a la formación de la comunión familiar como una de las dimensiones intrínsecas de su vocación .
Por eso, la pastoral de la Iglesia, que ha de cuidar en sus acciones la integridad del ámbito al que se dirige, ha de verse desde la comunión completa que se establece a partir del matrimonio: la familia. Reconociendo la centralidad del matrimonio, sólo se puede acceder a él como totalidad desde la realidad de la familia, que será así el marco adecuado a la pastoral y permitirá definirla como pastoral familiar.

La familia: Iglesia doméstica

La familia, transmisora del amor y de la vida

El plan de Dios del que hemos partido y que el hombre descubre en su vocación al amor, es que el matrimonio encuentre su plenitud en la familia. El despliegue del matrimonio en la familia es expresión verdadera de la fecundidad del amor, que se ha de entender en toda su amplitud de una vida llena que se transmite, dando la vida, enseñando a vivir y transmitiendo esa vida eterna que es la herencia de los hijos de Dios. El amor conyugal que se vive en matrimonio está ordenado, por designio divino, además de a la unión entre los esposos, a la procreación y educación de los hijos ; de este origen y finalidad deriva la identidad y la misión de la familia que se puede describir como: descubrir, acoger, “custodiar, revelar y comunicar el amor” .
El origen de esta fecundidad está en Dios Padre, “fuente de toda paternidad” (Ef 3,15), Amor originario del que procede la vocación al amor. Cuando la Revelación habla de Dios como Padre y del Verbo como Hijo, ese lenguaje, que sirve para iluminar el misterio de la Trinidad, ayuda también a descubrir la identidad de la familia: una comunidad de personas llamada a existir y vivir en comunión . De esa manera el “Nosotros” divino constituye el modelo y la vitalidad permanente del “nosotros” específico que constituye la familia .

Llamada a realizar a su escala la misión misma de la Iglesia

En cuanto nace del sacramento del matrimonio, en la recepción común de un único don divino con una misión específica, la familia cristiana, en su vida y sus acciones, es signo y revelación específica de la unidad y la comunión de la Iglesia. La familia cristiana constituye, “a su manera, una imagen y una representación histórica del misterio de la Iglesia” . Por eso está llamada a realizar, a su escala, la misión misma de la Iglesia. Es como una “iglesia en miniatura”, y puede y debe llamarse también “iglesia doméstica” .

La pastoral familiar, para ayudar a la familia a vivir plenamente y realizar su misión

Precisamente por esta íntima relación entre la familia cristiana y la Iglesia, la familia cristiana en cuanto comunión de personas es, por propio derecho, una comunión eclesial y un foco de evangelización. El primer elemento de la pastoral familiar es la misma vida cristiana de las familias. Este es el centro, el motor y el fin de toda pastoral que quiera ser en verdad familiar. No podrá consistir en actividades ajenas al vivir de la familia o a espaldas de su realidad, sino que, partiendo del protagonismo de la familia para llevar a cabo la misión recibida del mismo Cristo, la Pastoral familiar prestará todas las ayudas necesarias: anuncio del evangelio, asistencia en la vida de oración y sacramental, ayuda en las dificultades específicas de convivencia, educación y problemas familiares. De este modo, la Pastoral familiar les ayuda a llevar a plenitud su vida familiar.
La Iglesia, como sacramento de salvación de los hombres, necesita de las familias cristianas para llevar a cabo su misión. Existen dimensiones específicamente familiares de la evangelización que sólo se pueden llevar a cabo adecuadamente en el ámbito familiar y por el testimonio valiente y sincero de las familias cristianas. El desconocimiento de esta realidad conduce a una pastoral que se convierte en una estructura separada de la vida y es un mal servicio a la causa del Evangelio.

Lugar privilegiado para la transmisión de la fe

Ámbito del despertar religioso

Como “iglesia doméstica” se da en la familia una realización verdadera de la misión de la Iglesia. La primera manifestación de esta misión es la transmisión de la fe . En este punto la familia, como comunión de personas, se ve como el lugar privilegiado para esta transmisión, en especial en el momento que se denomina “despertar religioso”.

La fe no es sólo una serie de contenidos, sino la realidad del plan de Dios realizado en Cristo y vivido en la Iglesia. A partir del contenido humano de las relaciones familiares se revelan a los hijos los elementos fundamentales de la vida humana, las respuestas primeras y más verdaderas de quién es el hombre y cuál es su destino. Este despertar a la vida humana se realiza en la familia, donde se introduce al niño progresivamente en toda la gama de experiencias fundamentales en las que va a encontrar las claves para interpretar su mundo, sus relaciones, el sentido y el fin de su vida.

Las relaciones familiares abren, de modo natural y profundo, a las verdades fundamentales de la fe

En especial, la misión de la familia se refiere a las relaciones personales vividas en su seno: el amor conyugal fiel y seguro, la relación de paternidad y maternidad como principio de vida y de educación con amor y con autoridad, la realidad de la fraternidad, que brota de compartir un mismo amor que se nos ha dado. Todo ello abre, de modo natural y profundo, a las verdades fundamentales de la fe. La confianza mutua de la relación familiar es el mejor modo de experimentar y expresar esa fe de hijos de Dios, unidos en la gran familia de la Iglesia.

Visión de fe y oración en familia

La unión en una vida familiar entre el amor humano y el amor de Dios, la oración y el trabajo, la intimidad y el servicio, la gratuidad, la acción de gracias y el perdón, el modo de unirse en los acontecimientos dolorosos y la misma muerte de los seres queridos, son el modo de vivir la fe en la cotidianeidad.

La oración en familia es expresión de fe y ayuda a la integración de fe y vida. La familia que reza unida, permanece unida; recupera la capacidad de mirarse a los ojos, de comunicarse, solidarizarse, perdonarse mutuamente y comenzar de nuevo con un pacto de amor renovado por el Espíritu de Dios.

La educación al amor

La familia, cauce donde se manifiesta y vive el amor que configura la identidad personal

Esa unidad específica entre gracia sobrenatural y experiencia humana se realiza en la familia en la medida en que es una auténtica “comunidad de vida y amor”. El amor es así la fuerza y el hilo conductor de la vida de la familia como educación de la persona.

La vocación al amor es la que nos ha señalado el camino por el que Dios revela al hombre su plan de salvación. Es en la conjunción original de los distintos amores en la familia –amor conyugal, paterno filial, fraternal, de abuelos y nietos, etc.- como la vocación al amor encuentra el cauce humano de manifestarse y desarrollarse conformando la auténtica identidad del hombre, hijo o hija, esposo o esposa, padre o madre, hermano o hermana.

Lugar privilegiado para la educación afectivo-sexual

La familia realiza así la primera educación al amor como un proceso que tiene sus propios momentos y que acompaña al hombre y a la mujer en su maduración personal . Esta educación permite comprender la importancia de la confianza en un maestro de vida para alcanzar la plenitud de esa sabiduría que consiste en saber vivir con plenitud. Se vence así la tentación de un subjetivismo individualista que se encierre, ante las cuestiones fundamentales de la existencia, en una serie de razones que no están integradas en una visión integral de “lo humano”. Un punto específico de esta educación es el ámbito afectivo-sexual cuyo lugar de educación privilegiado es la familia .

La revelación de la vocación al amor de cada hombre o mujer depende en gran medida de esta inicial educación al amor que se ha de realizar en la familia; su falta es, en cambio, un grave obstáculo para que el plan de Dios llegue a echar raíces en el corazón del hombre y éste pueda vivir la comunión con Dios.

Un camino integrado en los procesos vitales de la familia

Podemos constatar, así, cómo la verdad del matrimonio y la familia en el plan de Dios conforma las claves de una pastoral familiar. Cómo ésta es, en verdad, una manifestación del ser de la Iglesia como “la gran familia” de los hijos de Dios y es una dimensión esencial de su propia misión. Por ello, debe ser un camino integrado en los procesos vitales de la familia, y no una serie de estructuras o acciones puntuales que no manifiestan suficientemente la vocación al amor que es el núcleo vital de esta pastoral.
Seguiremos, por tanto, esos momentos que tienen su centro en la constitución del matrimonio, es decir, la preparación al matrimonio (capítulo II), la celebración del matrimonio mismo (capítulo III) y la atención pastoral a la familia (capítulo IV). Es el mismo Evangelio el que nos abre un horizonte inmenso que nace del corazón de Dios; es su promesa de “un amor hermoso” la que nos anima a realizarlo y constituye el motivo primero de toda pastoral familiar .

Fuente: Catholic.net

 

 
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