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“La alborada del 12 de Agosto” por José Luis Muñoz Azpiri (h) (Publicado por primera vez en agosto de 2014)
- “No hay un solo ejemplo en la historia que pueda igualar a lo ocurrido en Buenos Aires, donde, sin exageración, todos sus habitantes, libres o esclavos, combatieron con una pertinacia que no podía esperarse ni del entusiasmo religioso o patriótico, ni del odio más inveterado e implacable (…) América del sur no será nunca conquistada por Inglaterra, porque sus habitantes nos profesan un rencor increíble.”
- General J. Whitelocke (testimonio de su defensa ante el Consejo de Guerra)
- “Jamás había podido creer que hubieran podido ser tan implacablemente hostiles, como por cierto lo eran. Excepto un contrabandista que era, según creo, portugués de nacimiento, no creo que haya habido un solo hombre realmente adicto a la causa británica en la América española.”
- General L. Gower (lugarteniente de Whitelocke)
Los jefes británicos no exageraban; Buenos Aires había reconquistado su soberanía en 1806 y1807 a un precio superior a las 2.000 bajas, casi el 4 por ciento de su población total. Era el epílogo de casi tres siglos de abiertas hostilidades entre España y Gran Bretaña, que si en Europa conocieron algunos períodos de tranquilidad, en América no se los vislumbró desde los albores de la Conquista.
Frente a la ejemplaridad anglosajona, España fue durante cinco siglos la gran ausente en los campos del saber, la virtud y la belleza. Durante cinco siglos, hasta hoy, pues si Toynbee desconoce su significación en la obra occidental de la cultura, la Universidad de Harvard, en la edición de sus Clásicos, sólo incluye el nombre de Cervantes por resultar excesiva su omisión. Mas si España no existe en la perspectiva histórica anglosajona es porque representa cuanto ellos detestan: del catolicismo y Felipe II a la delantera en la carrera moderna de los imperios; del monopolio comercial a la comida que no les cae bien en el estómago; de la siesta a las corridas de toros. Entre las naciones del occidente europeo España encarna sus contravalores, pues frente a las virtudes puritanas de templanza, tolerancia, libertad y amor al trabajo ¿qué tiene que hacer España, salvo avergonzarse de su pasado y confiar en el milagro de su regeneración? “La leyenda negra del despotismo, duplicidad y crueldad española – escribe Arthur P. Whitaker -, creó un prejuicio muy extendido hacia los hispanoamericanos que eran, y así se hacía notar, tan españoles como americanos, mayoritariamente católicos como protestante era el pueblo de Estados Unidos, y eso en tiempos en que los protestantes norteamericanos consideraban al catolicismo romano y al oscurantismo como conceptos virtualmente sinónimos.
Durante los siglos XVII y XVIII, por no decir que también en el siglo XX y en el actual, los angloamericanos fundaron su versión sobre España y su colonización americana en los libros de Las Casas, Daverant, Marmontel, Robinson, Raynal, Voltaire y Rosseau, verdaderas aguas fuertes al rojo y negro sobre su presencia en el Nuevo Mundo, así como los españoles pudieron fundar la suya en la persecución de los cuáqueros disidentes, flagelados y marcados a hierro en Massachussets entre 1656 y 1662; en los pillajes y crímenes que sufrieron los pieles rojas, o en las 32 infelices histéricas que fueron quemadas vivas en Salem, acusadas de practicar brujería. Claro que la historia no puede analizarse en esa perspectiva, fuera de contexto y bajo los efectos de prejuicios totales y medias verdades, mas en esa forma la escribieron ellos, y su versión prevalece desgraciadamente. Versión fundada en enemistad, tan arraigada que mejor le cuadra el nombre de odio histórico.
De una comedia inglesa – Dick of Devonshire – escrita en 1625, Philip Powell reproduce un texto revelador: “Jamás podría yo descubrir de qué raíz comenzó a engendrarse el grande y fecundo árbol del odio de España hacia nosotros y de nosotros hacia España”. Como recurso poético la duda puede pasar, más históricamente la raíz del odio fue religiosa, política y comercial, todo ello en el marco de la contrarreforma española y la lucha por la supremacía marítima y colonial. Es un hecho que la derrota de la Armada Invencible, en 1588, produjo un viraje radical en la historia de occidente, consagrando las instituciones inglesas y degradando las españolas por los siguientes 500 años. Junto a los arrecifes ingleses naufragaron no solo las naves de Felipe II sino toda una Weltanschauung. Maltrechos los conceptos religiosos, personales y sociales de la vida a la manera de los españoles, era natural que todavía en el siglo XIX se hablara en Estados Unidos de la “unión perversa de tres plagas” para cargar el acento sobre la Iglesia Católica, “autora de la matanza de los inofensivos albigenses, de la masacre de San Bartolomé y de la destrucción de los inofensivos naturales de la América del Sur”, víctimas del fanatismo y la crueldad. Fanatismo y crueldad hermanados en el alma española, como dirá años mas tarde el doctor Robinson, otra de las autoridades anglosajonas en asuntos hispanoamericanos: “Los fanáticos han sido y serán siempre crueles, pero cuando vemos al despotismo civil aliado con la intolerancia religiosa no podemos maravillarnos de que la índole de los españoles sea engreída y rencorosa tanto individual como nacionalmente. Así las cosas, no puede sorprender que un profesor de Oxford escriba ¡en 1964! que “el sadismo distingue a la vida española a través de los siglos. (Cecil Roth, The Spanish Inquisition).
La obra americana de España se planteaba en los términos de la Leyenda Negra, extremando “la condición abyecta” de los colonos durante más de tres siglos, y la esclavitud de los negros “que no han padecido mayor opresión en parte alguna”, tan despótica, agregaba un periódico de Virginia (American Star) “como cualquier opresión pueda darse en Asia, clásica y famosa región del despotismo”. Por cierto que no arredraba al editor levantar tan filantrópica bandera mientras en sus páginas anunciaba la venta de hombres, mujeres y niños negros, subasta en la que harían buen negocio sin renunciar a sus virtudes.
En cambio los codiciosos, crueles y fanáticos españoles…
Algunos autores anglosajones se tomaron el trabajo de proporcionar el número exacto de ajusticiados por el Santo Oficio, mas omitieron que los aborígenes no estuvieron sujetos a la jurisdicción del Tribunal en los dominios americanos de España. Dejaron ese honor para el ya citado Cecil Roth quien explica que si los indígenas quedaron a salvo de las hogueras fue ” con base en la teoría que hallándose tan abajo en la escala humana no eran capaces de recibir la fe, teoría también adecuada para justificar las atrocidades que con ellos se cometieron”. Nueva confirmación que los españoles no pegaban una, pues de someter a los indios al Santo Oficio habrían sido bárbaros insensatos, y al no hacerlo resultaron más crueles aún, pues les tuvieron por incapaces de recibir la fe. Dicen los amantes de fútbol, que sea como sea la actuación, al referí siempre lo chiflan Decía el escritor inglés Philip Guedalla que la Argentina procedía con impropiedad al quejarse de Londres por las Invasiones Inglesas ya que el almirantazgo británico le había rendido a nuestro país”el supremo homenaje de la invasión”. Así era en verdad. Otras naciones habían venido a integrar el imperio de la reina Victoria sin el uso de las armas. Se trata de un toque de “humour” de un ilustre egresado de Oxford.
Beresford y Whitelocke invadieron el Plata en 1806 y 1807. En dicha época -dato que se olvida- Inglaterra estaba en guerra con España. El conflicto surgió cuando el Reino Unido hundió cuatro fragatas que venían de América; en el lance desapareció la entera familia Alvear (quizá en virtud de dicho episodio, el general Carlos María ofreció entregar el país a Inglaterra en 1815). Al año siguiente,1805, España unió su escuadra a la de Francia y ambas fueron derrotadas en Trafalgar. Dato acaso igualmente ignorado: todos los almirantes del encuentro, Nelson, Villeneuve, Gravina, Alcalá Gallano, Churruca, murieron en su puente de mando o como resultado de la batalla. Y todos con uniforme de gala como fue costumbre marina en los combates navales hasta la batalla de Tsuchima en 1905.
En 1808, Napoleón invadió a España. La aventura originó dos grandes errores. Primero, el hundimiento del Imperio napoleónico como reconoce en el Memorial de Las Casas el propio prisionero de Santa Elena; España fue el Moloch que devoró las mejores fuerzas imperiales durante cuatro años. El segundo error nació de la naturaleza del hecho: España se alió con Inglaterra, su enemiga natural desde la época de la Armada Invencible. Todos los indicios actuales enseñan que las conveniencias españolas de entonces se orientaban a apoyar los intereses del bloqueo continental decretado por Napoleón. En el plano concreto de los hechos observamos que los ejércitos de Wellington saqueaban a la Península (“mis tropas son la hez de la tierra”, confiesa el propio Duque de Hierro) mientras las naves vencedoras de Trafalgar impedían a la flota española comunicarse con sus colonias o reinos de América. Un millón de muertos inútiles suscriben esta equivocación ibérica.
¿De que valió la resistencia de Liniers – se pregunta Guedalla – si al año siguiente de la derrota de Whitelocke, la Argentina debía ser forzosamente aliada de Inglaterra? En caso de haber triunfado los ingleses en el asalto a Buenos Aires, la plaza tenía que ser restituida a Carlos IV en el mismo año, 1808. Esto ya no es un toque de “humour”. Es una nota de candidez o cinismo. Las Malvinas fueron ocupadas en plena paz en 1833 y todavía no han sido restituidas. Si las tropas del aliado Wellington saqueaban Galicia, Castilla y el País Vasco, es de suponer lo que no harían las del aliado Whitelocke en las Indias meridionales. Se habrían cargado hasta con los ombúes.
El criterio revisionista en el tema histórico argentino no debe aplicarse tan solo a la Leyenda negra, es decir, a las calumnias contra España, o a la leyenda roja, la denigración de Rosas y los caudillos, sino a todo nuestro pasado íntegro desde la llegada de Solís al Plata. La historia de que el almirante Home Pophan procedió espontáneamente a invadir a Buenos Aires sin conocimiento ni autorización del Almirantazgo no puede hoy día sostenerse. Fue esa una beatería inventada por el Foreing Office para consumo personal de las escuelas elementales del Reino Unido y la República Argentina.
El ataque se aguardaba en Buenos Aires desde 1797, según anuncian oficios reservados al Rey conservados en nuestro Archivo General de la Nación. El general venezolano Francisco de Miranda trabajaba en Europa desde 1790 para emancipar a América de España bajo patronato inglés. Entre 1796 y 1802 las gestiones se intensificaron. En 1803 fueron intermediarios de la negociación de Miranda el vizconde Melville, primer lord del Almirantazgo y nuestro amigo Popham, quién conferenció con el primer ministro William Pitt y preparó una memoria oficial al respecto. La invasión de América por parte de Popham y Miranda estaba decidida en 1804 pero el proyecto respecto del Plata debió ser postergado hasta 1806. Miranda invadió Venezuela tiempo más tarde con uniforme de general francés; fracasó en su intento y fue entregado a los españoles por Simón Bolívar en un episodio cuya legitimidad todavía se discute. Las notas de los amoríos y las sociedades secretas se repiten en la estrofa de esta vida revolucionaria. Han aparecido oficios del conspirador en la correspondencia del Cabildo de Buenos Aires publicada por nuestra facultad de Filosofía y Letras.
Las ideas felices tienen muchos padres; las desdichadas, ninguno. La observación extrema sus matices crueles en la historia inglesa.
Escribe un testigo de estos hechos que, más de una vez, en el curso del siglo diecinueve, los gobiernos ingleses han lanzado a peligrosas aventuras a individuos sacrificados de antemano. Si el asunto salía bien se le recompensaba y se anexionaban los territorios conquistados por su locura. Si salía mal y hacía gritar demasiado alto a Europa, los desautorizaban y abandonaban a su surte. “Esto puede parecer duro – repite el relator – pero el bien del Reino constituía entonces la ley suprema. Las demás naciones estaban contra Inglaterra…Y es un honor que Inglaterra encontrara siempre hombres prontos a jugar ese juego terrible”. El increíble Popham no fue más que un peón avanzado, sin gran esperanza, en el tablero sudamericano. Los jefes lo conformaron con parte del saqueo de los caudales del Fuerte y el suculento “situado” que acababa de llegar a Buenos Aires desde el Perú, una suma personal y global de seis mil libras mientras que Sir David Bair que no había hecho nada, fuera de prestar el “71” para el lance, se quedó con sesenta mil. La polémica entre los jefes apareció registrada en el diario “The Times” del 11 de junio de 1807. Ni una sola libra del saqueo pudo recuperar Buenos Aires.
Entendemos que tales liviandades formaban parte del código militar de la época. No podemos, por lo tanto, de calificarlas de piráticas.
Tampoco podemos llamar aventura “corsaria”, como se la ha juzgado comúnmente, a los asaltos rioplatenses de Popham, Blaird, Beresford, Crawford y Whitelocke. Fueron operaciones militares legítimas; en dicho tiempo los reyes de Inglaterra y España estaban como decimos en guerra. No sucedió así durante la toma de Panamá por Henry Morgan, aventura de la cual se avergüenza hasta la Enciclopedia Británica, ni en el abordaje a las Malvinas, en plena paz con la Argentina y España y a los ocho años de haber reconocido Jorge III la independencia Argentina. Aclaremos que la palabra “pirate” no es ofensiva en inglés; en cambio, lo es mucho, el término “beggar”, es decir, mendigo. Cada cual esgrime la moral de su oficio. España fue una nación opulenta hasta el siglo XIX; era por lo tanto razonable y lícito saquearla. Después prohijó pordioseros en demasía; para los grandes escritores de España es lo mismo ser rey o mendigo; todo depende del caudal de dignidad con que se asumen tales funciones.
Robar no es delito en la época moderna, por lo menos en la esfera del derecho internacional; parecería serlo en cambio, la evangélica actividad de pedir limosna. El juego es simple: quien muere pierde. Y quien perdió fue España.
El día 12 de agosto, todos los años, la Argentina recuerda los acontecimientos relacionados con el rechazo de las dos invasiones inglesas de 1806 y 1807 por parte de las fuerzas criollas e hispánicas del virreinato del Río de la Plata Una. población heterogénea adquiere entonces el concepto cabal de “pueblo”. El cantor del Himno, Vicente López, lo proclama en “El triunfo argentino”, obra compuesta en 1808. Allí se habla de españoles, nativos, pardos, morenos, mestizos, etc. Se habla también del “gran pueblo”, del “heroico jefe de la patria amada” (Liniers), de la “capital bella” (Buenos Aires), de los “héroes de la inmortal Albión envilecidos con el estupro, asesinato y robo”, de la “matanza de ancianos infinitos” y de la conveniencia que en lo sucesivo: “el anglo en cuanta lid intente humille su cerviz al argentino” En el parte que el Cabildo de Buenos Aires envió al rey Carlos IV sobre la defensa de la ciudad contra la segunda invasión inglesa, del 29 de julio de 1807, se dice que toda la población estuvo dispuesta a morir “por la religión, por el rey y por la patria (sic), y que “al pueblo sin discusión de clases es a quien debe (el Rey) la victoria, y es el que sin auxilio de tropas ha hecho este servicio a V.M.”. En el mismo documento se lee que fue “increíble el gozo que se difundió entre los habitantes de este país” al presentarse “la numerosa escuadra de más de ochenta velas”. El contento era “universal. Y el “anciano, el joven, el rico, el pobre y aún el infeliz esclavo ansiaban por tener parte en la defensa”: Buenos Aires recibía con holgorio al extranjero invasor, como ha sucedido en posteriores ocasiones, pero en este caso particular y melancólico es porque iba a tener ocasión de matarlo.