Compartir la noticia:
La maternidad de María, que hoy celebramos, es la divina; la maternidad que el concilio de Éfeso, entre los aplausos de todo un pueblo, propuso definitivamente a la piedad de los fieles como dogma de fe. Esperamos la hora fijada por la Providencia para que se dé culto solemne y definitivo a aquella otra maternidad que nos da por madre a la Madre de Dios.
Plan de la meditación. — La tercera parte de esta obra contiene varias meditaciones sobre la incomparable dignidad de la Madre de Dios. Proponiéndonos ahora celebrar esta festividad según el espíritu de la Iglesia, tomaremos los puntos de este ejercicio de las antífonas propias que en el Oficio de este día se rezan en Laudes y Horas menores, las cuales llaman sucesivamente nuestra atención sobre la excelencia de la dignidad; las cualidades requeridas en la elegida, las prerrogativas que para ella se siguen y la universalidad de los homenajes tributados a María.
1° Preludio. — Figurémonos todo el esplendor del cielo, y, en este reino incomparable, un trono más cercano que todos los demás al de Dios, y en este trono María.
2.° Preludio. — Pidamos instantemente la gracia de ver acrecentada por medio de esta meditación, nuestra veneración a la augusta Madre de Dios y aumentada nuestra confianza en ella.
Bienaventurada eres, oh Virgen María, que llevaste en tu seno al Creador de todas las cosas (1.a antífona).
I. Después de haber hecho, de todo corazón, un acto de fe en la maternidad divina de la Santísima Virgen, esforcémonos en penetrar algo mejor la inefable exaltación de María como Madre de Dios. Pero tales grandezas escapan a nuestra consideración directa; hasta tal punto sobrepujan a nuestras concepciones. Hay que recurrir, pues, a ciertas comparaciones. Tratemos de fundar nuestra estima en las relaciones de esta maternidad con el poder de Dios, al que toca, en cierto sentido, y con la grandeza de Jesucristo, de la cual participa.
1. Recordemos, en primer lugar, toda la extensión del poder divino. Es sin límites. ¡Cuán grandes son las obras del Creador en el orden físico, moral y sobrenatural! Todo eso nada le costó a Dios. Y realizar en este triple dominio maravillas cien veces más estupendas, sería como un juego de su voluntad. Agotad la mente en concebir cosas grandes, bellas, buenas; Dios ni siquiera necesita de un ademán para hacer obras más hermosas y mejores. Y sin embargo este Dios cuyo poder es sin medida, no podría investir a una pura criatura de más alta dignidad que la de Madre de Dios. Oigamos al oráculo de las Escuelas: «La bienaventurada Virgen, como Madre de Dios, saca del bien infinito, que es Dios, una dignidad en cierto modo infinita, y en este sentido, no puede hacerse nada mejor que ella, como nada hay mejor que Dios mismo» (Sto. Tomás, 1° p., q. 25, art. 6, ad 4). Juntad la gloria de las vírgenes, de los confesores, de los mártires con la de los apóstoles y la de los espíritus celestiales; imaginad cuánto de bello, de fuerte, de sublime, encierra este conjunto; añadid a todos estos dones creados cuantos otros podáis imaginar: María, Madre de Jesucristo, aventaja a todo esto, cuanto el mismo Cristo está por encima de su Iglesia; María, Madre de Dios, aventaja a todo esto, cuanto Dios está por encima de su creación.
2. ¡Cuán grande es la gloria y la grandeza de Cristo! Sobre nadie se refleja tanto como sobre aquella que, por su consentimiento, atrajo al Verbo de Dios a su seno y le suministró toda la materia del cuerpo, de que se dignó vestirse. Seguid a Cristo en su vida oculta o en su vida pública, en sus sufrimientos o en su gloria, brillando en el cielo u oculto en la Eucaristía, en todo estado y en todo lugar y siempre es y permanece Hijo de María. Siempre, inclinando la cabeza, podemos dirigirle este homenaje: «¡Honor a ti, cuerpo verdadero, nacido de María Virgen!» Ave verum corpus natum ex Maria Virgine.
II. —1. Entreguémonos ante todo a un vivo sentimiento de admiración. Multipliquemos nuestros homenajes y nuestras felicitaciones; digamos con la Iglesia: Quibus te laudibus efferam nescio (Oficio de la Virgen. Respons. de la primera lección del primer Nocturno). «No sé cómo alabarte».
2. Veamos, al mismo tiempo si nuestros respetos son de alguna manera proporcionados a tal grandeza.
Eternamente permaneces virgen… Miró el Señor a la humilde virgen (2.a y 3.a antífonas).
I. Dos cualidades debían hallarse eminentemente -en María para ser elevada a tan inmensa dignidad: una pureza virginal y una insondable humildad. Ni mancha ni orgullo, aun en su menor grado, eran compatibles con el título de Madre de Dios. Nada debía haber en ella de que pudiese su Hijo ruborizarse, nada tampoco contrario a la menor voluntad divina.
II. Guardada la debida proporción, también en nosotros las gracias e insignes favores de Dios están sometidos a las mismas exigencias. La impureza y la soberbia son los dos grandes obstáculos a la elección de Dios. Procuremos borrar en nosotros aun sus menores vestigios y entendamos cuán caras cuestan nuestras concesiones al amor sensual o al amor propio.
Engendraste al que te crió y eternamente permaneces virgen… Ha obrado grandes cosas en mí el que es Todopoderoso (2.a y 4.a antífonas).
I. A DIVINA MATERNIDAD DE MARÍA
I. — 1. La divina maternidad pone el sello a la virginidad de María.
a) La hace inviolable. María, al llegar a ser Madre de Dios, conservando al mismo tiempo la frescura de su carne virginal, se convirtió en un santuario que debía Dios defender de todo humano contacto. ¡Ah, cuán odiosa blasfemia es suponer otros hijos a María! Protestemos contra esta moderna impiedad, que parece haber sacado del infierno mismo sus vergonzosas inspiraciones.
b) Gracias a esta maternidad, junta María en sí dos géneros de gloria, que parecen excluirse mutuamente. Aunque más pura que todas las vírgenes, eclipsa a todas las madres por la más sublime fecundidad.
2. Dios quiere cue la virginidad cristiana abunde en frutos espirituales. Lejos de nosotros una pureza egoísta, orgullosa, perezosamente inactiva. La virginidad debe ser fecunda espiritualmente por la oración y la acción abnegada. Las grandes y hermosas obras son los hijos de las vírgenes. «Si los monjes que habitan en las cumbres de las montañas y enteramente crucificados al mundo no se esfuerzan en ayudar, en cuanto puedan, a los que están al frente de las Iglesias; si no les consuelan con sus oraciones, su concordia y su caridad; si no socorren por todos los medios a los que, entre tantos peligros, aceptan por Dios la carga de los negocios, vano es su retiro, vano su desprendimiento, trabajo perdido toda su sabiduría» (San Juan Crisóstomo, Sermón de San Filógono).
II. — 1. Dios hizo en María grandes cosas. La divina maternidad es el principio de todas sus grandezas.
a) En vista de esta maternidad, estuvo María exenta del pecado original;
d) Por todos estos títulos es la reina gloriosa de los cielos.
2. Sin que nos sea posible acercarnos a la sublimidad de una Madre de Dios, podemos con todo, amando a Dios, asegurarnos el efecto de estas magníficas palabras: «El ojo no vió, ni el oído oyó, ni puede el corazón del hombre concebir lo que Dios tiene preparado para los que le aman» (I Cor. II, 9, donde San Pablo fusiona Isaías, LXIV, 4, y LXV, 17).
La vieron las hijas de Sión y la llamaron bienaventurada y las reinas celebraron Sus alabanzas (antífona 5.a),.
María, honrada en el cielo por los ángeles y santos, glorificada en la tierra por todos los hijos verdaderos de la Iglesia, recibirá en el gran día de las celestes justicias los homenajes de toda la creación, mientras doblará la rodilla ante su divino Hijo. Tal es la real universalidad de los homenajes destinados a la Madre de Dios.
Mas, fijémonos hoy en los honores que le rinden las hijas de Sión.
Lo más hermoso de esas honras es el gozo que todas sienten por su causa y con que todas le tributan vasallaje. Los ángeles contemplan en María a la más bella entre las puras criaturas; en las gracias de que se ven colmados, reconocen los santos los efectos de los ruegos de María; la humanidad se goza en aquella que le devolvió su honra, y los habitantes de la tierra hallan motivo para entregarse a las dulzuras del gozo y de la esperanza.
De Fundación San Vicente Ferrer