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Martín Ramón Altamirano murió el martes pasado y por el contexto de pandemia no se pudo realizar una ceremonia de despedida con todos los honores. En lo que va del año, es el sexto malvinero que fallece en Corrientes. La esposa lo recuerda como un hombre humilde y un buen padre. El horror de la guerra brotaba perturbadoramente cada 2 de abril.
Por Gustavo Lescano, glescano@ellitoral.com.ar, para El Litoral
Malvinas le dolía tanto que en vísperas del 2 de abril su mundo interior se convulsionaba a tal punto que la nostalgia se transformaba en depresión. El excombatiente sangraba por dentro. Brotaban en su mente imágenes de las atenciones a los heridos de la guerra y de los cuerpos apilados en el final de la batalla. Sin embargo, nunca dudó, de ser necesario, en volver a combatir por la soberanía argentina sobre las islas. Prefería atravesar una vez más ese infierno con tal de defenderlas. Tal vez por eso lo bautizaron “Moncho” Malvinas.
Así era Martín Ramón Altamirano, un excombatiente de la localidad de Tabay que falleció el pasado martes. Quizás así quería que lo recordaran, como un héroe sencillo, con la humildad pueblerina, amigo de sus amigos, padre de su familia, introspectivo en su dolor de guerrero y con Malvinas grabada en el nombre.
“Sobre la guerra contaba muy poco. Nosotros casi no le preguntábamos, porque se ponía triste, le agarraba nostalgia y una fuerte depresión”, dice Lucía Arapí, su esposa de hace 33 años. Recuerda que “contaba cuando luchaba en Darwin; cuando estuvieron esperando al enemigo y nunca pasaban las horas. También cuando una bomba cayó cerca del lugar en que estaba con su compañía. Me acuerdo que siempre resaltaba que fue un milagro que sobrevivieran”.
A “Moncho” le dolía mucho haber visto a sus compañeros muertos y amontonados en el campo de batalla. Ese recuerdo lo aturdía. “Agradecía a Dios haber regresado con vida, pero haber visto esa imagen de la muerte fue muy feo para él”, acota Lucía y explica que “en Malvinas ayudó en la atención a los heridos, como enfermero; y vio las consecuencias de la guerra… (lo cual) le provocaba un dolor enorme, una angustia… Mi esposo vivía siempre con un dolor adentro y lo deprimía”.
Pese a esas perturbaciones “decía que, si un día habría que volver a ir a defender las islas, él no dudaría y regresaría… Pedía que, si eso pasaba, nadie se lo impidiera”, apunta la señora.
Empero, las pesadillas de la guerra siempre estaban rondado en la vida del excombatiente. “Participaba de los actos por Malvinas, pero para las charlas previas en las escuelas, el psicólogo y su médico clínico le recomendaban que no participara, porque se ponía nervioso esos días y después se quedaba muy mal. Para el acto central del 2 de abril tenía que luchar un mes entero con él para poder sacarlo de ese estado depresivo, de esa angustia que le causaba en su vida esos recuerdos”, cuenta consternada la mujer, como si reviviera esas jornadas de tensión personal.
En el caso de Altamirano también se repite un síntoma de las secuelas de la guerra, común a las de otros camaradas suyos: “En las fiestas de fin de año, cuando escuchaba los cohetes se ponía muy nervioso y eso le hacía sentir mal. Le trabajaba la cabeza, parece que le venían muchos recuerdos malos al soportar los petardos y ver las bengalas. Eso lo enloquecía. Lo perturbaba mucho…”, rememora Lucía en un tramo de la charla con El Litoral.
El “Monchito”
Martín Ramón Altamirano nació en la ciudad de Saladas, donde su madre vivía y trabajaba. Cuando tenía siete años se mudaron a unos 41 kilómetros más al este, a Tabay, un poblado del departamento de Concepción ubicado a 136 kilómetros de la capital provincial. Su infancia fue humilde, sin padre y con un fuerte protagonismo en su crianza de su madre y su abuela, quienes “hacían malabares” por atender y contener a esa familia de seis hermanos.
A fines de los 70 e inicios de los 80, un joven “Monchito” se fue a vivir con un tío a Pago de los Deseos, distante a 60 kilómetros de Tabay, en el departamento Saladas. Permaneció allí hasta que le llegó la citación para hacer el servicio militar obligatorio, a los 18 años. Lo convocaron a hacerlo en el Regimiento de Infantería Nº 12 de Mercedes.
Camino a la colimba, Altamirano volvió a Tabay y compartió unos días con su madre y su abuela sin saber que sería la última vez que se verían hasta después de la guerra. Todo un lapso gris, de mucha angustia y pocas noticias.
Durante el conflicto bélico “la madre esperaba todos los días saber de él, pero pasaba el tiempo y no se sabía nada. Cuando terminó la guerra -me comentaba mi suegra- siguieron sin tener novedades de Ramón, hasta que un día apareció de golpe en su casa de Tabay: ¡la felicidad fue enorme!”, remarca en el recuerdo Lucía.
No era para menos, por toda la angustia que tuvo que atravesar la familia desde el mismo 2 de abril de 1982. “Cuando él esperaba la baja en el regimiento de Mercedes, se supo del inicio de la guerra, entonces ya no volvió a su pueblo sino que fue directamente a Malvinas”, explica quien sería su esposa un lustro después de ese momento al que se refiere.
“La mamá ni la abuela pudieron verlo, abrazarlo y despedirlo. Lo único que les quedó fue rezar… No se pudieron despedir cuando se iba a la guerra…”, reitera Lucía acentuando cada palabra de la última oración, como pensando detenidamente esa situación desde su mirada maternal.
Vuelta a casa
Cuando concluyó la guerra, Altamirano regresó del sur a Tabay para intentar rehacer su vida. “Empezó a trabajar en la Municipalidad pero, al poco tiempo, un señor que era supervisor suyo, de apellido Figueredo, le hizo los trámites para ser policía y también por un puesto como portero de escuela. En el 87, creo, los dos trabajos le salieron al mismo tiempo. Entonces Figueredo le dijo: ‘Mirá, Martín, no quiero que seas policía porque vas a sufrir mucho, prefiero que trabajes de servicio en una escuela’. Y así comenzó una nueva vida”, relata Lucía.
En efecto, el excombatiente empezó a trabajar de portero en una escuela rural, la N° 829 “Sonia María Magdalena Abraham de Comes”. “Allí trabajó 24 años”, dice orgullosa la mujer y destaca el esfuerzo cotidiano de “Moncho”: “Para ir a la escuela caminaba siete kilómetros de ida y siete de vuelta. Nunca se fue en un vehículo, siquiera en bici. Solo caminaba, caminaba, caminaba…”.
Amor en la escuela
“De joven, cuando yo trabajaba en la ciudad de Corrientes, recibía saludos de él que me mandaba por intermedio de mi madre y mi hermano. Pero aún no nos conocíamos personalmente”, comienza relatando Lucía sobre esos años en que conoció a Altamirano. “Pasó un tiempo y después vine a trabajar y a quedarme con mi madre en Tabay. También para poder terminar la primaria. Entonces me fui a estudiar a la escuela en que él trabajaba: ahí nos conocimos, se me presentó y nos hicimos amigos. Luego, poco a poco, empezamos a noviar. Salimos un año y siete meses, y después nos casamos, en septiembre del 87: yo tenía 18 años y él 25”, indica con precisión.
Luego, Martín y Lucía tuvieron un hijo y con el correr de los años se fue agrandando la familia. “Tenemos siete hijos maravillosos y dos nietos hermosos. El fue un buen papá, aunque siempre me pedía ayuda para corregir a los hijos. No tenía un carácter fuerte. Yo sí”, marca Lucía.
“Mi hijo mayor se llama José Alejandro, la segunda es Laura Noemí, la tercera es Ivana Carolina, el cuarto se llama Ramón de Jesús, luego viene Néstor Martín, Lucas Emanuel y Mario Ismael, que es el más chiquito. Mis nietos son Isaac y Lucy”, enumera.
Martín Ramón Altamirano “era muy buena persona, amable, no era atrevido. Lo que más me gustaba de él era eso: una persona excelente, educada. Por eso agradezco tanto la manera en que su mamá y su abuela lo criaron”.
“Como excombatiente fue un héroe. Muchos lo apreciaban de manera especial y lo llamaban Moncho Malvinas, como le puso un exintendente ya fallecido: don Ramón Abraham”, recuerda la esposa y apunta: “Con sus pares de Tabay tenía poca comunicación, pero con el señor José Galván (dirigente provincial de los malvineros correntinos) se llevaba muy bien, lo apreciaba mucho porque él siempre nos ayudó”.
“A muchos le dolió su partida, en primer lugar, al viceintendente (Ramón Domingo) ‘Tito’ Aguirre, quien luchó conmigo en todo momento por la salud de mi esposo”, reconoce Lucía.
Por el contexto de pandemia por coronavirus, Altamirano fue inhumado casi en silencio y en una ceremonia reducida a la intimidad de la familia. Si fuera otra la situación, sin la coyuntura de emergencia sanitaria, se debería haber realizado un cortejo especial con guardia de honor y escoltas policiales, tal como se dispuso oficialmente en la provincia en caso de fallecimiento de un excombatiente. Muchos en su pueblo le rindieron, como pudieron, un sentido homenaje al excombatiente.
Humildad
La señora recuerda al malvinero como una persona sencilla y con una rutina propia. “Siempre era humilde, no le gustaba que se le comprara mucha ropa, sino lo esencial. Los domingos tenía que estar sin falta en las carreras con sus amigos”, comenta y destaca: “Tenía muchas amistades. Y cuando tenía confianza con una persona le contaba cómo se crió y les decía que siempre le daba gracias a Dios por eso y reconocía el sacrificio de su mamá y su abuela. Era siempre humilde…”, insiste.
“Moncho” se caracterizaba también por su gusto por el mate. “Uh… nunca le tenía que faltar, porque si no le daba dolor de cabeza y le daba mucha ansiedad”, describe Lucía.
“Cuando alguna cosa no le estaba saliendo bien, me pedía que lo acompañara para resolverlo. Yo le decía que éramos almas gemelas. Lo que yo compartía, a él le gustaba. ‘Tú eres mi alma gemela’, le decía siempre…”.
Los últimos dos años fueron muy complicados para Lucía y “Moncho” por la enfermedad que tuvo que afrontar el excombatiente. “Luché un año y diez días por su salud. Estuve nueve meses en Buenos Aires y cuatro meses más en la capital de Corrientes por esta situación. Realmente fueron meses de muchas batallas, porque iba y venía a la ciudad de Corrientes hasta que detectaron su enfermedad”.
“A él le hacía feliz ver a la gente bien, verla progresar en la vida. También ver a los hijos crecer sanos y a sus nietos jugar en casa durante las visitas en vacaciones”, señala Lucía en la parte final de la entrevista, a modo de síntesis de lo que era Altamirano.
“Nunca les levantó la mano a sus hijos. Yo era la que ponía orden en la casa con ellos”, comenta.
“A Martín le enojaba mucho la persona hipócrita, envidiosa y que no sepa valorar el progreso del vecino. La envidia le hacía enojar mucho. Pero también el ver sufrir a la gente por no poder tener un pan en su mesa. Eso le hacía enojar y también a mí. Sentíamos el dolor ajeno”, confiesa.
“Moncho” Malvinas seguramente sentía -como ninguno- el dolor del otro a partir de su propia dolencia: esa herida aún abierta que es la guerra y que sigue sangrando por adentro. En lo que va del año ya suman seis los excombatientes fallecidos en Corrientes. Un funesto dato estadístico de este largo dolor patrio.