21 noviembre 2024
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Por Martín Buteler

Nueve meses exactos antes de la celebración de la Navidad, la Iglesia dedica en su calendario el día 25 de marzo a la contemplación del misterio de la Encarnación del Señor. En efecto, Aquel que nacerá más tarde en el pobre portal de Belén, este día comienza a formarse en el seno materno y virginal de la que con razón será llamada Madre de Dios, pues es Dios mismo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, vale decir, el Hijo, quien asume en sus purísimas entrañas la humana naturaleza que, desde el momento del anuncio del ángel, queda así unida hipostáticamente (en la misma y única Persona o Hipóstasis) al Verbo de Dios. De este modo, nos es dado en medio de la Cuaresma vivir algo de la alegría propia del tiempo navideño, al celebrar en un mismo día la gloria y la humildad del Hijo y de la Madre.

Entre otras, la realidad del misterio que se celebra connota una referencia a esa fase del desarrollo de toda vida individual, cual es la que se lleva a cabo dentro del claustro materno; motivo por el cual en muchos países, incluso a través de la sanción de leyes civiles, se ha establecido el día de la fecha como “Día del Niño por nacer”, respondiendo de esta forma a la amenaza del aborto, que se cierne de un modo especial en la actualidad sobre los nascituri. El santo papa Juan Pablo II, quien firmó precisamente en un día como hoy del año 1995 su encíclica sobre la defensa de la vida, Evangelium vitae, señala esta conexión misteriosa cuando dice que “la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace” (Evangelium vitae, n. 1).

A este respecto, es interesante considerar el inicio de la vida humana a la luz de las verdades de la fe, ya que, si bien es cierto que incluso desde un punto de vista meramente natural la vida humana está dotada de un valor y dignidad propios, esta grandeza se ve realzada si se la refiere al misterio de la redención. En este sentido, dice el Santo Padre: “Es precisamente en esa «vida [sobrenatural]» donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre (…) Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad” (Ibid., nn.1-2).

A partir de los supuestos precedentes, se puede percibir con más claridad el verdadero horror entrañado en la práctica del aborto, a la que el Concilio Vaticano II había calificado de “crimen abominable” (Gaudium et spes, n. 51), en sintonía con toda la Tradición del Iglesia. Juan Pablo II, por su parte, nos ha querido brindar, hacia la mitad del histórico documento, una síntesis precisa de la secular doctrina católica, en términos tan categóricos que reflejan fielmente la inmutabilidad de la verdad sobre el bien moral: “Con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores”, dice el Sumo Pontífice, “en comunión con todos los Obispos (…), declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal” (Evangelium vitae, n. 62).

Es importante indicar, como lo hace el Papa en el texto citado, que la enseñanza moral de la Iglesia en torno al aborto pertenece de suyo al orden natural, y es asequible, por tanto, a la recta razón de todo hombre de buena voluntad; en este sentido, no constituye propiamente una doctrina “religiosa”. De ahí que sea responsabilidad de todo Estado, confesional o no, el velar por el respeto del derecho fundamental a la vida, y sancionar con severidad la comisión de este crimen.

A propósito de ello, señala el Papa reiteradamente la paradoja de que asistamos a la proliferación de la prácticas abortistas, amparadas en muchos casos por las legislaciones nacionales, en una época que se destaca precisamente por la presunta promoción de los derechos humanos y la adopción casi invariable de regímenes democráticos de gobierno. La explicación de esta contradicción se halla, sin embargo, en el relativismo moral. En efecto, “no falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia” (Ibid., n. 70). El resultado de todo ello no es otro que el de una tiranía ejercida en nombre del pluralismo, una de cuyas manifestaciones es la actual “cultura de la muerte”, cristalizada en verdaderas y auténticas “estructuras de pecado” (cfr. ibid., n. 14), que constituyen una amenaza sistemática para el ejercicio del derecho a la vida (cfr. ibid., n. 17), y que por lo mismo deben ser resistidas por todo fiel católico y por todo hombre de buena voluntad.